En
los ojos del venerable Maestro, se podía ver la serenidad de quien
nunca se había alterado por las alabanzas, ni por los vituperios
recibidos.
Y
para mostrárselo a su discípulo más avanzado, lo llamó y le dijo:
—Ve
al cementerio, y con todas tus fuerzas, vocifera todos los halagos
que sepas a los difuntos.
El
discípulo fue al cementerio, donde había una calma total, que se
vio interrumpida por los elogios que comenzó a gritar el pupilo.
De
regreso ante el Maestro, éste le preguntó:
—¿Qué
te respondieron los fallecidos?
—Nada.
—Contestó el discípulo.
Entonces,
el Maestro le ordenó:
—Pues
ve otra vez al cementerio, y grita todos los insultos que se te
ocurran a los enterrados.
El
discípulo volvió al cementerio, y pregonando toda clase de ofensas,
alteró otra vez, la paz de aquel lugar.
Y
de nuevo el Maestro, le preguntó:
—¿Qué
te contestaron en esta ocasión?
—Absolutamente
nada. —Respondió el discípulo.
Finalmente
el Maestro sentenció:
—Esa
debe ser tu actitud, como un muerto, frente a alabanzas y vituperios.
Moraleja:
de lisonjas y agravios, no hace caso el sabio.
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